M. CASTAÑO. 14-11-2012
Hace tiempo que rondaba, entre
mis pensamientos, la posibilidad de tratar el tema de los pulsadores en los
semáforos. Pero, por unas causas o razones no justificadas, siempre lo había
dejado de lado, pese a que con relativa frecuencia en mi devenir peatonal, me
enfrento a la decisión de pulsar o no pulsar a la hora de cruzar la calle y de
constatar las diferentes actitudes de los peatones. Tomar la decisión para
escribir sobre ello, surgió por casualidad, cuando leía un artículo sobre las
bondades del efecto placebo como el mecanismo de engaño cerebral, que no sólo
funciona con los medicamentos, sino que también se muestra efectivo en comportamientos
de los seres humanos ante los ascensores, los semáforos y otros artilugios
sincronizados.
En el artículo mencionado, Greg Ross manifestaba que en la mayoría de los
ascensores el botón “cerrar-abrir puertas” no sirve de nada y que solamente
causa el efecto psicofísico de aminorar la claustrofobia que la mayor parte sufrimos
ante los espacios reducidos o el temor a un accidente. Parece ser que reacciones
semejantes ocurren con todo tipo de aparatos reguladores que girar, subir,
bajar, pero que hagas lo que hagas, nada ocurrirá que no esté conforme a lo
programado.
Pues esto mismo sucede cuando decidimos
cruzar una calle por un paso de peatones regulado por un semáforo con pulsador:
ya puedes pulsar las veces que quieras que el aparato realizará el cambio
cuando proceda. Eso sí, el acto de
pulsar tendrá todos esos beneficios y será una buena ocasión para contemplar
los comportamientos y actitudes de quienes llegan y de los que están esperando.
Situaciones que, por ser tan variopintas, darían cancha para generar miles de
monólogos. Porque es bueno saber que la mayor parte de esos pulsadores, no
funcionan y están para hacer ver al peatón que las autoridades han pensado en
él, en su seguridad y en la regulación del tráfico, pero que en definitiva, todo está programado
desde los ordenadores de la unidad central de tráfico.
Todos hemos comprobado lo que suele ocurrir cuando nos enfrentamos con
un semáforo que dispone del célebre pulsador. La casuística es fruto de la
imaginación, de las prisas, de la paciencia o de la buena o mala educación de
cada peatón.
Por un lado, encontramos a quienes
los colores y cuantos están en espera les importa tres pepinos. Es el grupo de
los infractores compulsivos que no tienen tiempo ni de pulsar. Ellos miran, y
si no vienen coches, pasan. Por otro lado, observamos a aquellos que conforme
van llegando, van pulsando, pues desconfían de que los que están esperando no
se han percatado de que existe el pulsador. Pero, también pudiera darse la
casualidad de que, precisamente, ante un pulsador que funcione adecuadamente,
nadie lo hubiese lo hubiese conectado, pensando que es uno más de los que no
funciona o que todos sus antecesores lo
hubiesen pulsado ya. Claro está, que para el grupito de atletas o ciclistas
urbanos, la interpretación y uso de estos botones puede ser muy diferente,
porque simplemente se hacen invisibles
para ellos. Ellos no pueden parar, miran con antelación, aprietan la marcha y
atrás dejan a todos los bieneducados que están esperando.
Al margen de la parte cómica, el
tema es más serio de lo que parece, pues si este pulsador fue ideado para
propiciar la seguridad de peatones y conductores, para regular el paso y la
fluidez, con el mal funcionamiento se puede convertir en instrumento para la
inseguridad y de mal ejemplo, sobre todo cuando hay menores esperando que se
cansan, hasta de contar para ver si aciertan en qué dígito se produce el cambio,
mientras están viendo cómo personas mayores cruzan, para terminar diciendo:
este semáforo no funciona, vamos a cruzar que no vienen coches.
Para evitar esto sería mejor
cambiar “pulse para pasar” por el de “no
funciona”, o mejor, quitarlo del medio con el fin de ahorrar, no cabrear al
personal e incrementar la seguridad.
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